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Había una vez un yogur de fresa que se llamaba Berberecho. No es que tuviese una crisis de personalidad, es que era su nombre. Para complicar aun más las cosas, en la fábrica donde nació se confundieron y le pusieron aroma de plátano en vez de fresa, pero eso es otra historia.
Así pues Berberecho, que era un yogur de fresa con sabor a plátano, decidió un buen día salir de la nevera (que al fin y al cabo es como salir del armario, aunque sea más fresquita) y se dedicó a viajar.
Se paseó por el suelo de la cocina, toreó a las cucarachas, hizo turismo por el fregadero, saludó a viejos amigos en el cubo de la basura, hizo amistad con los botes de fabada asturiana y jugó al ping-pong con los vasos y las tazas.
Nuestro viajero amigo quiso ver cumplido el sueño de su vida, que no era más que ver un anuncio de sí mismo por la tele, así que se fue para el comedor. Encendió la tele, pero como en esa casa tenían sólo canales por satélite se veían muy pocos anuncios. Así que Berberecho, que os recuerdo que era un yogur de fresa con sabor a plátano, esperó y esperó.
Y esperó y esperó y volvió a esperar.
Al final ocurrió lo inevitable, y es que se puso pocho fuera de la nevera, y caducó; nunca pudo ver su anuncio.
A su entierro fueron las latas de sardinas, un trozo de sandía y también su mejor amigo: el medio limón reseco que habita en todas las neveras. Descanse en paz.
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